La revancha
- Stanisa Koscina
- 18 feb 2022
- 6 Min. de lectura

En enero de 2019, corrí por primera vez la distancia 70.3, en el Ironman de Pucón; aun sin entender la importancia del entrenamiento constante –cabezotas dirá que aún no lo entiendo-, desconocer los circuitos, y sin duda, sobre valorar mi condición física. Hoy estoy convencida que hubiera sido afortunado haber esperado un poco más para un primer medio.
Lo cierto es que, no recuerdo mucho los detalles de esa carrera. Tengo la sensación de haberlo pasado muy mal en la bicicleta – oportunidad en que nació mi némesis-, y de mucha frustración. Es más, reconociendo la ruta del circuito de bicicleta de esta versión, podría jurar que pude seguir el rastro de lágrimas que dejé en esa oportunidad –jiji-.
También recuerdo la sensación de ahogo en la primera subida a la península –circuito de trote- causada por el sollozo y los pensamientos a los cuales intentaba aferrarme para escapar de lo que mi ego –estúpido ego- estaba sintiendo como un vergonzoso fracaso. Pero, si me preguntas de los circuitos, no recuerdo nada; si me preguntas del paisaje, no podría describirlo; qué cómo encontré la península, no podría decirlo. Memoria selectiva. Mis mecanismos de defensa decidieron conservar algo de mi integridad emocional y olvidar la carrera. Además, mi memoria no es buena, debo confesar.
En esta versión de Pucón 2022, todo fue muy diferente desde el comienzo – partiendo por los entrenamientos en el cuerpo-. Desde que puse un pie en la ciudad todo me pareció emocionante y excepcional. Durante los días previos y a cualquier hora del día podías ver pasar por las calles numerosos grupos de ciclistas con tricotas iguales, luciendo bicicletas impecables que enamorarían a cualquiera; entre los restaurantes y bares pasaban corriendo los runners realizando los últimos entrenamientos o calmando la ansiedad; si estabas disfrutando del lago podías seguir la estela de los nadadores hasta las boyas probando el agua y los trajes de neopreno que únicamente se asoman a vísperas de alguna carrera y se guardan hasta la próxima; y por los alrededores de la plaza era difícil apartar la vista de las poleras y/o accesorios Ironman de todas partes del mundo, cual medalla de honor. Para bien o para mal, el triatlón había secuestrado la ciudad, y el deporte y festividad predominaban en el ambiente; todo hacía prever que la denominada “carrera más linda del mundo” comenzaría por fin después de tres años.

A encajonarse llamaban los altoparlantes en distintas partes del parque cerrado que en esta oportunidad, y debido a las medidas sanitarias abarcaba un kilómetro hasta la línea de montar – demasiado-, cuando empecé a sentir los nervios y la presión. Mi preocupación, inesperadamente, estaba muy lejos de la bicicleta mi némesis, estaba en el trote mi zona de confort y en esa larga transición de un kilómetro a pies descalzos –como diría Shakira-. Y es que, una fascitis plantar se aferró a mi pie derecho hace unos meses y correr esa distancia a pies descalzos parecía un problema.
Con eso en mente, la ansiedad y euforia marcaban el paso hacia el punto de partida mientras intentaba realizar ese ritual secreto en mi cabeza buscando concentración y sin darme cuenta sonaba “piiiiiiiiiip”, marcando mi salida. Entrar corriendo al agua es una habilidad que no he logrado desarrollar. A penas mi pie rompe el agua, siempre tan eufórica y torpe, termino en un bien denominado “guatazo”, el que intento disimular con un nado anticipado –jiji-.
Un ritmo de nado que se fue acomodando me llevó a esa interminable transición y el exquisito sonido al encajar las calas sin contratiempos, me anticipaba el comienzo de la segunda etapa. La euforia y ansiedad se habían esparcido en el agua con mi glamorosa entrada y tocaba enfocarse en esta nueva misión: terminar con némesis.

Acomodar los cambios para buscar un ritmo que pudiera aguantar los 90 km, era el plan. Sabía que los primeros 10 km parecerían lentos debido a la casi imperceptible inclinación del camino internacional debiendo controlar la ansiedad y mantener el esfuerzo sin dejar entrar la fatiga. Debía estar preparada por si ese enemigo conocido aparecía, el viento. Podría decir que durante los primeros 45 km hasta lo disfruté. Por momentos el paisaje robaba mi atención y a ratos sentía seguridad en el ritmo de pedaleo que mantenía constante y vigilado en la muñeca. Parecía que mi némesis estaba controlado y por fin, tendría un ciclismo “no sufrido”.
Qué puedo decir, la razón pocas veces me acompaña cuando de rutas de ciclismo se trata. A unos kilómetros del giro que marcaba la mitad del trayecto, las piernas comenzaron a pesar. Sin darme cuenta el viento me había estado acechando y el vaivén de los árboles y arbustos lo hicieron evidente. Con las piernas cada vez más fatigadas, el pavimento rugoso y agrietado comenzaba a incomodar –irritar, la verdad-. Y es que, en esta oportunidad el viento – a diferencia de St. George- no me forzó a apretar los dientes y aferrarme al manillar para no caer; se mantuvo en silencio, firme y constante, jugando con mi ansiedad para finalmente, hacerme perder la paciencia al advertir el desgaste acumulado en los últimos 30 km del circuito. Empezaba a repetir las sensaciones de Snow Canyon, y comenzaban los cuestionamientos ¿me voy a volver a morir en la bicicleta? ¿Dónde están todos esos eternos entrenamientos de interminables rutas que hicimos que mis piernas apenas resisten esta “brisita”? ¡No señores! No pretendo soltar, si no es por piernas, saldrá por voluntad.
Pensando en que esa era mi batalla, en que ahí, en esa hermosa carretera rural que me quebró hace tres años debía morir mi némesis, quise dejarlo todo, y empujé esas piernas hasta la Av. O' Higgins. por fuerza o voluntad llegamos por fin al pueblo perdiendo al viento entre los edificios. Pude verlo retroceder hasta Curarrehue cuando volteé al desmontarme de la bici. ¡Ahí te ves, viento! “Lo pensé, pero no lo dije”.

Tras los primeros pasos en esa larga transición, pude notarlo: la falta de madurez en carrera. Dejé entrar la ansiedad y había gastado más piernas de las que correspondía. Ciertamente, apurar el paso parecía ambicioso, y me conformaba con recuperar el aliento para la última etapa. Y es que la única protagonista de esta carrera, dicen, no perdona. Si hasta Javier Gómez Noya (cinco veces campeón del mundo y ganador de esta versión) le entregó sus respetos y calificó como brutal; les hablo de “la península”.
No es posible hablar del Ironman de Pucón sin mencionarla. La leyenda dice que se ha comido las piernas de los mejores corredores amateur del mundo y que ha enmudecido a los incrédulos que atrevieron a desafiarla; que cada hortensia en el camino se ha cultivado con el sudor y lágrimas de los runners caídos –y son muchas-. ¿Exagero? Señores, no soy yo, es la leyenda. Respetemos las tradiciones -jiji-.
¡ahí está! el muro final que se alza, la primera subida que marca el inicio de la última prueba. Soy consciente de lo que viene, dolor, fatiga, probar y abandonar los limites. Tomo aíre intentando suplir el oxígeno que no se producirá más adelante y para hacerle notar a mi cuerpo que viene una nueva etapa. Entonces, como dice mi amigo Luis Fonsi, “pasito a pasito, suave, suavecito”. No hay sollozo –como en 2019-. La lesión en el pie tira, sin embargo, creo que puedo.

Al llegar arriba pude ver el camino serpenteante con incontables subidas y bajadas adornadas de abundante vegetación. El sudor y esfuerzo en las caras agotadas de los corredores, el fuerte ruido de las respiraciones agitadas y los gritos de aliento de quienes animaban a un costado del camino a familiares y amigos, daban cuenta de la exigencia del circuito.
Una inclinada e interminable subida cubierta de hortensias azules –esas de la leyenda- que se repetía tres veces durante el circuito lo hizo notar, apenas me permitía aguantar con unas piernas que parecía iban a pararse y un corazón que saldría por mis oídos. En cada vuelta parecía que había más hortensias en el camino, y la invitación a caminar era más tentadora.
Finalmente, la última bajada. Pensaran que las bajadas son un alivio, pero la verdad es todo lo contrario; con el cuerpo fatigado y las piernas adoloridas, solo queda apretar cada musculo para disminuir el retumbar y no ceder ante la gravedad, las bajadas son menos gratas de lo que se puede imaginar, al menos en mi experiencia.
El cielo comienza a despejar y el sol a pegar, el cuerpo avanza por inercia, el ritmo deja de importar, no se trata de ganar o perder, sino solo de no doblegar y cruzar esa meta. La fatiga parece llevarme más pronto que tarde al límite, y mi cuerpo ya no responde de la manera que quiero ¿será este el límite?
En medio de los cuestionamientos propios del agotamiento, el fuerte resonar de los gritos de ánimo y puños erguidos de una inmensa multitud fieles a sus amigos y familiares me desconciertan por un instante, y es que era imposible no impresionarse ante tal multitud reunida para celebrar este evento deportivo, era conmovedoramente extraordinario. Era irresistible dejarse llevar por esa pasión y euforia, levantando el espíritu a puro grito y “choca esos cinco” de niños y adultos a lo largo del circuito, tan familiares. La presión se distiende y disfrutas del entorno por otro instante.
Ese fue el último aliento, fingiendo una resurrección como el ave fénix, arremeto contra la carrera e intento apretar el ritmo. Sin embargo, la carrera contraataca con fatiga y aún más dolor, parecía que iba a desarmarme. No podía hablar, pero así y todo, “vamos conchetumadre”, grite con elegancia al cruzar esa meta.

Por Stanisa Košćina Moncada.
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